
El robusto enano que encabezaba la marcha no podía más que lamentar el ruido que sus acompañantes hacían embutidos en sus pesadas armaduras metálicas, mientras que el flexible cuero que le protegía a él no emitía ni el más ligero crujido.
- Estamos cerca – dijo con un susurro -, pero con el ruido que hacéis perderemos cualquier opción de sorprenderles; podríais levantar a un muerto de tanto rechinar de vuestras armaduras.
- Maese enano, esas palabras no son las más adecuadas teniendo en cuenta la naturaleza de nuestra misión – le respondió uno de los humanos, de pelo algo canoso.
- Sí, pero probablemente sean las más ciertas – apostilló la mujer que le seguía, ataviada con una túnica de coloridos ropajes.
- Maestro – preguntó otro de los humanos, dirigiéndose al de mayor edad -, ¿disponéis de algún remedio mágico que oculte nuestro avance?
- La gracia de Pelor me ha sido concedida, y creo que sí podré encontrar una solución – el hombre enarboló un símbolo sagrado y murmuró una rápida plegaria ante la mirada desconfiada del hombre que cerraba la marcha, un bárbaro de las llanuras centrales, poco acostumbrado a los prodigios que tan comunes les parecían a los civilizados.
Una vez hubo terminado, el hombre mayor procedió a dar un fuerte pisotón, el cual levantó polvo del suelo, pero ni un solo ruido. Con gestos indicó al enano que continuase hacia el templo, y éste, sonriente, hizo un gesto de aprobación y reemprendió la marcha, usando la abundante maleza existente para ocultar su avance.
Mientras se aproximaban al lugar, maestro y aprendiz se intercambiaron una mirada de preocupación. Como miembros de los Heraldos de la Luz, ambos habían llegado a la aldea de Pico Coronado tras una petición de ayuda desesperada de sus habitantes, que habían visto cómo varios de sus hijos habían sido secuestrados. Tras un par de noches vigilando, habían logrado sorprender a la criatura responsable de los ataques, una Fata oscura, que intentaba secuestrar a una nueva víctima. Lograron ahuyentarla, pero perdieron su rastro. Sabedores de los poderes mágicos de la criatura, capaces de convocar a criaturas no-muertas y crear poderosas ilusiones, contrataron la ayuda de tres aventureros que deambulaban por la zona en busca de fortuna, un enano pícaro, un humano bárbaro y su pareja, una humana hechicera, y habían seguido su rastro hasta el lugar. El rastreo había sido rápido, pero seguramente la Fata se habría protegido contra intrusos, y temían asimismo por el destino de los jóvenes secuestrados.
El enano se acercó con cuidado a una de las escaleras de amplios peldaños que daba acceso al templo, e intentó avistar algo en la oscuridad del interior, pero sus sentidos se mostraron incapaces de detectar nada. Su instinto le indicaba que una entrada tan obvia debía estar protegida, así que procedió a guiar al grupo rodeando el templo. Una segunda entrada daba a un pequeño patio, en el que un estanque de aguas ennegrecidas servía de cobijo a algunas ranas. Otra escalerilla conectaba con el interior del edificio, pero también levantaba las sospechas del enano. En ese lateral, unas estrechas ventanas llevaban algo de luz al interior, pero al igual que antes le resultó imposible detectar nada. El aprendiz avanzó cuidadosamente hasta una de las aberturas, y se concentró por un instante, dejando que el poder de su dios le recorriese y le advirtiera de la presencia de mal en el lugar. De inmediato, dos focos de energía maligna se hicieron presentes en su mente, situados en una habitación cercana. Era focos débiles, no pertenecientes a la Fata, pero confirmaban sus sospechas de que la criatura no estaba sola.
El bárbaro comenzaba a impacientarse, pues sus instintos le impulsaban a entrar ya en combate, cuando la joven hechicera señaló hacia el tejado, a 25 pies de altura. Maestro y aprendiz reflexionaron un momento, y aceptaron la propuesta. El bárbaro cogió una cuerda con garfio, silenciada con tela por el enano, y la arrojó con fuerza, logrando que se quedase enganchada a la primera. El enano encabezó el ascenso, y una vez aseguró el cabo hizo una señal para que subiesen los demás, mientras se dedicaba a revisar el tejado, y comprendió el plan de los Heraldos. El templo abandonado, que parecía originalmente dedicado a una deidad de la naturaleza, debía haber tenido en sus orígenes una vidriera o similar en su zona superior, pero ésta parecía haber cedido, y un agujero de 20 pies ocupaba ahora la zona central del techo. Con cuidado bordeó el orificio, manteniéndose lo más pegado posible al suelo para no ser detectado, y observó el interior. Sin embargo, al igual que en las anteriores ocasiones, la oscuridad parecía no ocultar nada.
Sus compañeros se le unieron, y se asomaron con cuidado, y, al pronto, la hechicera se agachó y se quedó mirando algo sorprendida a sus compañeros, haciéndoles gestos para que se ocultaran, lejos del agujero. Algo extrañados, todos procedieron a apartarse, y la mujer comenzó a hablar, aún inaudible por el conjuro. Con un gesto, el maestro disipó el conjuro, y la mujer les susurró:
- ¿Qué hacíais? ¡Un poco más y os descubre!
- ¿De qué hablas? – inquirió el bárbaro.
- La fata está ahí abajo, oculta en una esquina, ¿no la habéis visto?... Debe ocultarla algún tipo de magia.
- Es posible – reflexionó el maestro – que haya usado sus aptitudes ilusorias para ocultarse... Sin embargo, ahora que sabemos de su existencia, debería resultarnos más sencillo ver a través de sus engaños.
El grupo volvió a asomarse, y en esta ocasión todos vieron a la criatura. De piel negra y pelo enmarañado, sus rasgos similares a los de una elfa se veían rotos por unos ojos que brillaban con un fuego infernal. Agazapada en una esquina, esperaba a que alguien subiese por las escaleras de la primera planta, mientras de reojo miraba a otra habitación, donde se encontraban, atados y amordazados, cinco niños.
Sin dudarlo un instante, el aprendiz y el bárbaro descendieron de un salto a la sala. La fata no tuvo tiempo de prepararse contra su ataque, pues de las manos de la hechicera surgió un rayo de fuego que le golpeó de lleno, prendiendo las ropas que llevaba, a la vez que un virote lanzado por el enano se clavaba en su abdomen. El maestro aprovechó para descender por una cuerda, y sus pies tocaban el suelo cuando los dos guerreros se lanzaron al unísono con un grito de combate, impactando de manera demoledora en la desprevenida criatura. La fata, acorralada contra una pared, arremetió contra el bárbaro con sus garras, clavándolas con fuerza en uno de sus costados, pero el fuego que aún le prendía le hizo arquearse del dolor, soltando su presa. El enano bajó rápidamente por la cuerda, preparándose para defender la escalera de las criaturas cuyos pasos hacían crujir sus escalones de madera, abajo en el rellano. Invocando a sus poderes divinos, el maestro se acercó con desprecio a la criatura, mientras preparaba un nuevo conjuro. La criatura, que por fin se había logrado sacudir el fuego, buscaba un respiro cuando una luz brillante, canalizado por el maestro, la golpeó brutalmente, derribándola y dejándola agotada. El enano disparó su ballesta contra la primera de las siluetas que asomaba por las escaleras, derribándola al instante, cuando un grito se oyó desde el tejado:
- ¡Los niños! ¡Han desaparecido!
Maestro y aprendiz se volvieron para comprobar que, efectivamente, las figuras de los cautivos parecían haberse desvanecido, y al volverse la fata comenzó a reír descontroladamente.
- ¿Dónde están? ¿Dónde los has escondido? – bramó el maestro, mientras ordenaba con la mano al bárbaro que ayudase al enano.
- ¡Nunca te lo diré! ¡Jamás me arrancarás una palabra! – desafió la criatura.
- El poder del bien doblegará tu voluntad, criatura – aseguró con voz firme el maestro. Con un gesto, cogió de entre los pliegues de su capa una pequeña arandela metálica, que arrojo sobre la fata. La arandela flotó por un instante, y se convirtió en un círculo de luz que rodeó por completo al ser, el cual empezó a chillar de sufrimiento...