lunes, 26 de enero de 2009

Crisis de fe (parte 1)



En las salvajes tierras fronterizas del Imperio, ya próximas a los Reinos Libres, abundaban los bosques oscuros de árboles enormes como aquel por el que el singular grupo transitaba, pero en pocos tenía el mal una presencia tan palpable. La comitiva había dejado sus caballos cerca del camino, y se había internado siguiendo una abandonada senda en el bosque, hasta aproximarse a lo que parecía ser un templo abandonado.

El robusto enano que encabezaba la marcha no podía más que lamentar el ruido que sus acompañantes hacían embutidos en sus pesadas armaduras metálicas, mientras que el flexible cuero que le protegía a él no emitía ni el más ligero crujido.

- Estamos cerca – dijo con un susurro -, pero con el ruido que hacéis perderemos cualquier opción de sorprenderles; podríais levantar a un muerto de tanto rechinar de vuestras armaduras.

- Maese enano, esas palabras no son las más adecuadas teniendo en cuenta la naturaleza de nuestra misión – le respondió uno de los humanos, de pelo algo canoso.

- Sí, pero probablemente sean las más ciertas – apostilló la mujer que le seguía, ataviada con una túnica de coloridos ropajes.

- Maestro – preguntó otro de los humanos, dirigiéndose al de mayor edad -, ¿disponéis de algún remedio mágico que oculte nuestro avance?

- La gracia de Pelor me ha sido concedida, y creo que sí podré encontrar una solución – el hombre enarboló un símbolo sagrado y murmuró una rápida plegaria ante la mirada desconfiada del hombre que cerraba la marcha, un bárbaro de las llanuras centrales, poco acostumbrado a los prodigios que tan comunes les parecían a los civilizados.

Una vez hubo terminado, el hombre mayor procedió a dar un fuerte pisotón, el cual levantó polvo del suelo, pero ni un solo ruido. Con gestos indicó al enano que continuase hacia el templo, y éste, sonriente, hizo un gesto de aprobación y reemprendió la marcha, usando la abundante maleza existente para ocultar su avance.

Mientras se aproximaban al lugar, maestro y aprendiz se intercambiaron una mirada de preocupación. Como miembros de los Heraldos de la Luz, ambos habían llegado a la aldea de Pico Coronado tras una petición de ayuda desesperada de sus habitantes, que habían visto cómo varios de sus hijos habían sido secuestrados. Tras un par de noches vigilando, habían logrado sorprender a la criatura responsable de los ataques, una Fata oscura, que intentaba secuestrar a una nueva víctima. Lograron ahuyentarla, pero perdieron su rastro. Sabedores de los poderes mágicos de la criatura, capaces de convocar a criaturas no-muertas y crear poderosas ilusiones, contrataron la ayuda de tres aventureros que deambulaban por la zona en busca de fortuna, un enano pícaro, un humano bárbaro y su pareja, una humana hechicera, y habían seguido su rastro hasta el lugar. El rastreo había sido rápido, pero seguramente la Fata se habría protegido contra intrusos, y temían asimismo por el destino de los jóvenes secuestrados.

El enano se acercó con cuidado a una de las escaleras de amplios peldaños que daba acceso al templo, e intentó avistar algo en la oscuridad del interior, pero sus sentidos se mostraron incapaces de detectar nada. Su instinto le indicaba que una entrada tan obvia debía estar protegida, así que procedió a guiar al grupo rodeando el templo. Una segunda entrada daba a un pequeño patio, en el que un estanque de aguas ennegrecidas servía de cobijo a algunas ranas. Otra escalerilla conectaba con el interior del edificio, pero también levantaba las sospechas del enano. En ese lateral, unas estrechas ventanas llevaban algo de luz al interior, pero al igual que antes le resultó imposible detectar nada. El aprendiz avanzó cuidadosamente hasta una de las aberturas, y se concentró por un instante, dejando que el poder de su dios le recorriese y le advirtiera de la presencia de mal en el lugar. De inmediato, dos focos de energía maligna se hicieron presentes en su mente, situados en una habitación cercana. Era focos débiles, no pertenecientes a la Fata, pero confirmaban sus sospechas de que la criatura no estaba sola.

El bárbaro comenzaba a impacientarse, pues sus instintos le impulsaban a entrar ya en combate, cuando la joven hechicera señaló hacia el tejado, a 25 pies de altura. Maestro y aprendiz reflexionaron un momento, y aceptaron la propuesta. El bárbaro cogió una cuerda con garfio, silenciada con tela por el enano, y la arrojó con fuerza, logrando que se quedase enganchada a la primera. El enano encabezó el ascenso, y una vez aseguró el cabo hizo una señal para que subiesen los demás, mientras se dedicaba a revisar el tejado, y comprendió el plan de los Heraldos. El templo abandonado, que parecía originalmente dedicado a una deidad de la naturaleza, debía haber tenido en sus orígenes una vidriera o similar en su zona superior, pero ésta parecía haber cedido, y un agujero de 20 pies ocupaba ahora la zona central del techo. Con cuidado bordeó el orificio, manteniéndose lo más pegado posible al suelo para no ser detectado, y observó el interior. Sin embargo, al igual que en las anteriores ocasiones, la oscuridad parecía no ocultar nada.

Sus compañeros se le unieron, y se asomaron con cuidado, y, al pronto, la hechicera se agachó y se quedó mirando algo sorprendida a sus compañeros, haciéndoles gestos para que se ocultaran, lejos del agujero. Algo extrañados, todos procedieron a apartarse, y la mujer comenzó a hablar, aún inaudible por el conjuro. Con un gesto, el maestro disipó el conjuro, y la mujer les susurró:

- ¿Qué hacíais? ¡Un poco más y os descubre!

- ¿De qué hablas? – inquirió el bárbaro.

- La fata está ahí abajo, oculta en una esquina, ¿no la habéis visto?... Debe ocultarla algún tipo de magia.

- Es posible – reflexionó el maestro – que haya usado sus aptitudes ilusorias para ocultarse... Sin embargo, ahora que sabemos de su existencia, debería resultarnos más sencillo ver a través de sus engaños.

El grupo volvió a asomarse, y en esta ocasión todos vieron a la criatura. De piel negra y pelo enmarañado, sus rasgos similares a los de una elfa se veían rotos por unos ojos que brillaban con un fuego infernal. Agazapada en una esquina, esperaba a que alguien subiese por las escaleras de la primera planta, mientras de reojo miraba a otra habitación, donde se encontraban, atados y amordazados, cinco niños.

Sin dudarlo un instante, el aprendiz y el bárbaro descendieron de un salto a la sala. La fata no tuvo tiempo de prepararse contra su ataque, pues de las manos de la hechicera surgió un rayo de fuego que le golpeó de lleno, prendiendo las ropas que llevaba, a la vez que un virote lanzado por el enano se clavaba en su abdomen. El maestro aprovechó para descender por una cuerda, y sus pies tocaban el suelo cuando los dos guerreros se lanzaron al unísono con un grito de combate, impactando de manera demoledora en la desprevenida criatura. La fata, acorralada contra una pared, arremetió contra el bárbaro con sus garras, clavándolas con fuerza en uno de sus costados, pero el fuego que aún le prendía le hizo arquearse del dolor, soltando su presa. El enano bajó rápidamente por la cuerda, preparándose para defender la escalera de las criaturas cuyos pasos hacían crujir sus escalones de madera, abajo en el rellano. Invocando a sus poderes divinos, el maestro se acercó con desprecio a la criatura, mientras preparaba un nuevo conjuro. La criatura, que por fin se había logrado sacudir el fuego, buscaba un respiro cuando una luz brillante, canalizado por el maestro, la golpeó brutalmente, derribándola y dejándola agotada. El enano disparó su ballesta contra la primera de las siluetas que asomaba por las escaleras, derribándola al instante, cuando un grito se oyó desde el tejado:

- ¡Los niños! ¡Han desaparecido!

Maestro y aprendiz se volvieron para comprobar que, efectivamente, las figuras de los cautivos parecían haberse desvanecido, y al volverse la fata comenzó a reír descontroladamente.

- ¿Dónde están? ¿Dónde los has escondido? – bramó el maestro, mientras ordenaba con la mano al bárbaro que ayudase al enano.

- ¡Nunca te lo diré! ¡Jamás me arrancarás una palabra! – desafió la criatura.

- El poder del bien doblegará tu voluntad, criatura – aseguró con voz firme el maestro. Con un gesto, cogió de entre los pliegues de su capa una pequeña arandela metálica, que arrojo sobre la fata. La arandela flotó por un instante, y se convirtió en un círculo de luz que rodeó por completo al ser, el cual empezó a chillar de sufrimiento...

domingo, 18 de enero de 2009

La plaga (parte 2)


En opinión de Velkar, un millar de murciélagos sedientos de sangre (una estimación, el número exacto no era seguro), seis zombis y dos devoradores de cadáveres en una sola noche suponían una preocupante presencia de lo sobrenatural en la región. Siguiendo esa progresión, dado que en apenas dos horas de oscuridad habían tenido que hacer frente a esa cantidad de adversarios, y teniendo en cuenta que aún debían quedar unas doce horas antes de que amaneciese, calculaba que a partir de la media noche estarían en graves problemas, pues el clérigo habría agotado sus reservas de energía divina, el monje habría sido gravemente dañado y el paladín habría caído abatido, sin posibilidad de curarse; y por tanto, pudiera ser que no llegasen a ver el alba. El hecho de que pudieran existir variables aún por determinar, como la presencia de otras criaturas más peligrosas, el agotamiento acelerado de alguno de sus compañeros, o la simple fortuna que decidiese favorecer a las criaturas a las que se enfrentaban, no hacía sino complicar la situación, al menos desde su sencillo punto de vista.

- Comprobaré si hay alguien dentro, pero estate preparado, ¿me has oído, Velkar? – El monje mendicante esperaba delante de la puerta de la casa de la que parecían proceder los llantos de un bebé, ahora silenciados.

- Sí, por supuesto – Velkar se retiró, manteniendo la distancia exacta para poder afectar, en caso de ser atacados, a cualquier criatura con sus aptitudes mágicas. No podía sino estar agradecido de haber desarrollado esas capacidades que le permitían usar energías místicas como el fuego y el ácido sin recurrir a sus conjuros arcanos, simplemente manteniendo memorizados los patrones mágicos de dichos conjuros para alimentar sus poderes (si bien para él seguía siendo un misterio cómo una sustancia como el ácido podía formar parte de la metafísica planar de la realidad, pues se trataba de un compuesto de carácter completamente distinto al del fuego o la electricidad, de acuerdo como había sido postulado en “Principios de la magia” por...)

- Venimos a ayudarles, no tienen nada que temer – el tono de voz más elevado del monje indicaba que efectivamente había alguien al otro lado con quien estaba efectivamente hablando.

- ¿Quiénes son? ¡Márchense, todo está plagado de zombis! – gritó una voz desde el otro lado.

Las siguientes frases no eran más que un intento bastante fútil por parte de su compañero de convencer a los moradores de que abriesen la puerta. Velkar sabía que los humanos tendían a ser asustadizos, por ello no albergaba muchas esperanzas, así que centró su atención en la calle por la cual avanzaban sus otros tres compañeros, al parecer tras una infructuosa exploración de uno de los callejones laterales, de donde habían surgido criaturas no muertas.

Nada más llegar, la exploradora miró hacia el fondo de la calle en la que se habían parado.

- Oigo ruidos de lucha al fondo, muy atenuados – comentó mientras miraba a sus compañeros. A la vista de los agudos sentidos de la humana, y considerando el silencio imperante en el pueblo, Velkar estimó que la distancia hasta el origen de la lucha podía ser de un par de centenas de pies, quizás más.

- Vayamos a investigar. Vosotros dos intentad convencer a los lugareños, a ver si os pueden decir algo de lo que ocurre aquí – el paladín, de forma impulsiva, se encaminó hacia el origen de los ruidos, seguido por el sacerdote y la exploradora.

- Conforme – susurró Velkar. El monje siguió hablando a través de la puerta, y aparentemente sus esfuerzos tuvieron éxito, pues el ruido de varios objetos pesados siendo desplazados y una sólida cerradura retirando su bulón siguieron a sus palabras. La puerta se abrió, y unos atemorizados aldeanos asomaron por la puerta.

- ¡Por favor, ayudadnos!¡Los zombis están atacando a todo el mundo, y no hay ningún lugar seguro! ¡Queríamos ir a la plaza del pueblo, pero tuvimos que escondernos aquí!

- No se preocupen – las palabras de su compañero parecían tranquilizar a portavoz de los miedosos humanos. – Mis compañeros están asegurando el lugar. Si desean acompañarnos, les escoltaremos hasta la plaza y...

Un gemido horrendo se escuchó procedente de la calle, más adelante, en la niebla, seguido del rugido de batalla del paladín y un grito de advertencia de la exploradora.

- ¡Cierren la puerta, volveremos a por ustedes! – El monje exhortó a los aldeanos mientras emprendía una rápida carrera hacia el lugar del combate. Velkar volvió a observar curioso, a lomos de su montura, su facilidad para mantener la velocidad del perro, lo cual les permitió atravesar rápidamente la distancia que les separaba de sus compañeros.

Nada más llegar, una rápida evaluación le indicó que estaban en problemas: el sacerdote se encontraba paralizado, y a su alrededor revoloteaban dos sinistras criaturas, poco más que una cabeza demoníaca con alas membranosas, que reconoció como vargouilles, criaturas de los planos infernales capaces de inmovilizar a sus víctimas con un gemido para luego infectarlas con una maldición demoníaca que separaba su cabeza del cuerpo en un horrendo proceso que acababa generando una nueva vargouille. Uno de los seres se acercó al indefenso sacerdote, y le rozó con los labios, infectándoles. El paladín intentaba hacerles frente, pero sus ataques resultaron fallidos, al igual que los intentos de la exploradora de eliminar a una desagradable criatura gusanoide, que sus conocimientos arcanos identificaron como una cresa terrible.

Decidido a no dar opción a tales criaturas, y recurrió en esta ocasión a sus conjuros memorizados, para liberar un rayo de fuego abrasador que derribó inmediatamente a uno de los seres. El paladín abatió a otra de las criaturas voladoras, y el monje, con un par de rápidos puñetazos, exterminó al gusano.

Velkar observaba curioso al sacerdote, víctima de la parálisis. Dicha situación era especialmente desagradable, según lo que él sabía, pues la criatura inmovilizada era completamente consciente de todo lo que ocurría a su alrededor, pero era completamente incapaz de responder a ningún estímulo. Él había practicado durante horas ejercicios que dificultaban que efectos de tipo mental pudieran afectarle de esa manera, pero eso no dejaba de inquietarle. Criaturas infernales suponían una peligrosa variable en su cálculo.

Un parpadeo en los ojos del humano le indicó que empezaba a recuperar el control de su cuerpo.

- ¿Te encuentras bien? – le preguntó.

- Sí, perfectamente – aunque no era especialmente avispado a la hora de detectar mentiras, el hecho de que el clérigo murmurase un conjuro con el cual eliminó la maldición de la que había sido víctima, le indicó que no había salido tan indemne como decía.

El mendicante se separó un momento del grupo para hablar con los lugareños, mientras que el resto del grupo se reunía para trazar un plan de acción, aunque la conclusión lógica era obvia desde el comienzo: dejar a los lugareños en su refugio seguro, y avanzar hasta la plaza, donde parecía que se habían refugiado la mayoría de los supervivientes; una vez allí, quizás podrían averiguar lo que ocurría en aquel lugar donde parecía que el mal proliferaba en sus más variadas formas. Al poco, efectivamente, el resto del grupo llegó a dicha conclusión, y con los lugareños encerrados en la casa y con la orden de no abrir hasta que ellos avisasen, prosiguieron el camino hacia la plaza.

El sonido de la lucha les hizo apretar el paso, lo cual no le parecía muy precavido, pero al llegar al lugar comprobó que la urgencia estaba justificada. La zona, donde confluían cuatro calles, se encontraba fortificada con empalizadas, pero tres de ellas habían sido derribadas, y una docena de zombis había entrado en el lugar. Un par de grandes edificios parecían ser el objetivo de las criaturas, junto con la única defensora que parecía resistir en el centro de la plaza, con una espada bastarda en sus manos. La mujer, de pelo rubio y corto, se encontraba rodeada media docena de aquellas criaturas, y su situación parecía realmente desesperada. A los ojos de Velkar, la mujer no resistiría más de unos segundos, en los cuales a ellos les resultaría imposible llegar adonde estaba.

Sin esa información en mente, el paladín cargó contra una de las criaturas, impactando con una furia tremenda que casi la derribó. El nuevo atacante pareció distraer la atención de los demás zombis, lo cual dio un poco de respiro a la joven. La exploradora avanzó siguiéndole, para apoyar su ataque. Sin embargo, en ese instante, uno de los zombis se acercó al guerrero, y levantando ambos brazos, descargó sobre él un brutal golpe que le impactó en los hombros. A la vez, la tierra bajo sus pies pareció abrirse, y engulló al luchador hasta hacerlo desaparecer de la vista.

- ¡Por la gracia de Pelor, tened cuidado, es un enterrador! – exclamó el sacerdote.

Velkar intentó calcular cuáles serían sus opciones con este nuevo enemigo haciéndoles frente, pero antes de que pudiera empezar dos zombis aparecidos de una de las esquinas de la plaza se abalanzaron sobre él, golpeándole con furia. Esquivó uno de los ataques, pero la segunda de las garras le dio de lleno en un costado. Jadeando por el golpe, se retiró rápidamente mientras el monje frenaba el avance de las criaturas. Sus pensamientos pasaban a toda velocidad, preocupado por la situación en la que estaban, pues parecía insostenible, y con un gesto se concentró en arrojar una pequeña esfera de ácido contra uno de sus atacantes, mientras se planteaba cual sería el mejor curso de acción a seguir.

Antes de que pudiera tomar una decisión, no obstante, el clérigo se adelantó y con una plegaria en sus labios volvió a usar sus poderes sacerdotales para destruir a las criaturas. Tres de ellas cayeron destruidas, momento que aprovechó el monje para lanzarse sobre una de las criaturas que acosaban a la guerrera de pelo rubio. Los golpes de la mujer mantenían a raya a las criaturas, pero éstas la superaban ampliamente en número, y la lluvia de golpes que caían sobre ella empezaba a hacerle mella. La exploradora avanzó para ayudarla, y Velkar usó de nuevo sus aptitudes mágicas para crear una explosión de fuego que dañó a un par de zombis y mató a un tercero. El enterrador, como lo había llamado el clérigo, avanzó hacia sus compañeros, dispuesto a golpear a uno de ellos, cuando el sacerdote avanzó con paso firme, y de nuevo invocó los poderes de su dios. El enterrador se detuvo en seco, lanzó una mirada al símbolo sagrado que blandía el sacerdote, y salió corriendo. El pavor cundió entre varios zombis, que empezaron a alejarse con sus lentos andares de la zona de influencia del sacerdote. Esto cambiaba por completo la situación, decantándola claramente a su favor. Una ráfaga de golpes del monje derribó a otro zombi, y los tajos lanzados por la luchadora acabaron con los dos restantes, ayudada por una nueva esfera de ácido lanzada por él. El enterrador se perdió en la niebla, incapaz de hacer frente al poder invocado por el sacerdote. Casi a la vez, un puño enguantado en metal se abrió camino desde la tierra, y el paladín salió a la superficie, jadeando mientras buscaba aire. Lanzó una mirada a su alrededor, y dirigiéndose a la guerrera, habló:

- Lady Ashlyn, supongo.

Mientras recuperaban fuerzas y curaban sus heridas, Velkar volvió a estudiar sus posibilidades. El sacerdote estaba cansado, y había gastado buena parte de sus recursos curativos. El paladín, para su sorpresa, apenas estaba dañado, al igual que el monje, y la exploradora no había sido atacada en esta escaramuza. Calculó mentalmente, y llegó a una conclusión bastante simple: aún faltaban nueve largas horas para que amaneciese, la noche era joven.

domingo, 11 de enero de 2009

La plaga (parte 1)


Cuando Pelor, en su infinita sabiduría como dios creador de las cosas, defensor de los necesitados y adversario de todo lo que es maligno, había decidido guiar sus pasos hasta aquella posada para que emprendiese una nueva cruzada, Domingo estaba seguro de que no había tenido en cuenta la obtusa mente del posadero. Informaciones poco concisas sobre dos grupos de aventureros que anteriormente habían pasado por allí; frases inconexas relativas al mal fario de aquellas tierras; rumores sobre los vistanis, un clan de humanos que al parecer eran los únicos que tenían contacto con el exterior; y el abandono de un niño recién nacido en la posada por parte de uno de esos vistani, tiempo atrás; todo esta información sobre el condado de Barovia la habían tenido que extraer paso a paso de la apabullada mente del posadero, al igual que se engarzan las cuentas de un rosario, siguiendo un fino hilo.

El sol empezaba a ocultarse ya, recordándole que habían realizado una vigorosa marcha durante todo el día; pero gracias a las fuerzas de su señor, que corrían por su cuerpo concediéndole aguante ante tales esfuerzos, y a la ayuda de un sencillo objeto mágico, estaban en disposición de llegar a su destino en breve.

La bruma, procedente de las montañas, les había acompañado desde la salida, al alba, y ahora se hacía más espesa. La joven exploradora, llamada Marienne, encabezaba la comitiva con la pequeña mula que le servía de montura, seguida por el paladín Bren Bresal. Tanto Bren como él portaban pesadas armaduras, lo cual ralentizaba el viaje aun al ritmo forzado al que ambos marchaban. El monje, Julianus, caminaba a un ritmo pausado en la retaguardia, cubierto por una simple túnica y sin ningún otro objeto o equipo visible, ni siquiera comida. Domingo se paró a ajustarse las correas de su mochila, la cual estaba bendecida con la capacidad mágica de abrirse a un espacio extradimensional que le permitía almacenar todo su equipo de viaje sin que este le estorbase (y éste no era escaso), y fue sobrepasado por Velkar, el mago mediano, montado sobre un perro conjurado con sus poderes místicos esa misma mañana.

Las últimas caricias de Pelor abandonaban el mundo de los mortales cuando llegaron a las puertas de Barovia. Aunque su utilidad era más decorativa que defensiva, para marcar en el camino la entrada en un nuevo dominio, la imagen le resultó impactante: dos gigantescas estatuas adornaban los laterales de la verja, con sus cabezas cortadas y caídas al suelo, cerca de la base de las columnas en las que reposaban. La inspección del lugar no reveló nada, pero una sensación opresiva inundaba el ambiente mientras se adentraban en la región, algo que Domingo había sentido anteriormente y que hacían aún más fuerte su terrible sospecha de que moraba en aquel lugar un terrible mal que debía ser purgado. Pelor le había dado compañeros para ayudarle en su misión, y no podía defraudar a su dios.

El camino de tierra que seguían recorría la región de este a oeste, ondulando por las estribaciones de las montañas, y el barro formado en él dificultaba el avance, que se hacía aún más penoso a la luz de las linternas que portaban. Al alcanzar una pequeña elevación, la niebla se aclaró, y la luz de la luna les obsequió con una vista general del mismo: desde las montañas, más al noroeste, un río descendía y surcaba el pequeño valle, vertiendo sus aguas en un lago situado en el centro del mismo, para luego continuar hacia el sureste, donde formaba una oscura marisma. El pueblo de Barovia se encontraba antes de llegar al río, rodeado de bosques y a los pies de un elevado pico sobre el que se alzaba, imponente, el castillo Ravenloft. La visión de sus agujas, rompiendo el cielo, hizo que un pequeño escalofrío recorriese la espalda de Domingo, que sintió la presencia de un mal casi palpable en el ambiente.

- ¡Mirad eso! – exclamó Marienne, mientras señalaba fijamente la torre central del castillo.

Una enorme mancha negra parecía derramarse por la zona superior de la misma, remontando el vuelo a la vez que se dispersaba y agrupaba. La gigantesca bandada de murciélagos, compuesta por miles de aquellas criaturas, realizó un par de círculos en torno a la torre, mientras más y más salían, hasta finalmente alejarse volando hacia los bosques cercanos.

- Esto me da mala espina – susurró Velkar.

Domingo desconfiaba de aquellas criaturas que rehuían por naturaleza del contacto de Pelor, pues su experiencia le decía que solían servir a los poderes de la oscuridad, pero no pudo más que encogerse de hombros y reemprender la marcha, al igual que el resto del grupo.

El camino los internó de nuevo en el bosque, lóbrego y denso, donde la niebla parecía emanar de los propios árboles, como vaho exhalado de sus rugosas cortezas. De repente, Marienne detuvo la marcha, y Julianus comenzó a mirar a su alrededor.

- Creo que... – comenzó a murmurar la joven, pero no tuvo tiempo de terminar la frase, pues en aquel instante un griterío agudo, chillidos que penetraban sus tímpanos, llegó de repente a los oídos de toda la comitiva, ahogando sus palabras.

Centenares de murciélagos se abalanzaron sobre el grupo en una cacofonía ensordecedora. La oscuridad se hizo en torno a Domingo, tal era la cantidad de criaturas que revoloteaban a su alrededor. Con esfuerzo, recibiendo mordiscos de los pequeños colmillos voladores que le rodeaban, se acercó hasta Bren, para intentar agruparse, mientras intentaba recordar sus escasos conocimientos sobre dichos seres. Un fogonazo de fuego brilló cerca de él, y varias criaturas cayeron calcinadas al suelo. Bren se abrió camino mientras rebuscaba en su mochila, y Marienne esgrimía inútilmente su estoque, intentando apartar a las criaturas que se cebaban en su mula. La nube le impedía ver a Julianus y a Velkar cuando un segundo fogonazo y un frasco que impactó contra el suelo, liberando una explosión de llamas, sacudieron a la bandada de murciélagos. Muchas de las criaturas se prendieron en llamas, y el resto, aun siendo un número tremendo, se desbandaron, perdiéndose en el bosque.

Domingo se acercó a sus compañeros, y compartió los favores de Pelor con los más heridos. Mientras sus compañeros hablaban preocupados de lo ocurrido, para él la recepción que acababan de tener a su llegada le impulsaba con más ímpetu a seguir adelante, pues le indicaba hasta qué punto la maldad se había apoderado de aquellas tierras.

Recuperados en parte, reanudaron el camino, atentos a cualquier otra amenaza que pudiera sorprenderles. Finalmente, salieron del bosque, y al poco el camino embarrado dio paso a suelo empedrado. Siluetas de edificios se dibujaban en la niebla, mientras pasaban al lado de un letrero de madera donde se podía leer “Bienvenidos a Barovia”. Un silencio sepulcral, tan sólo roto por algunos sonidos apagados, como de gemidos distantes, les recibió al entrar al pueblo. Tanto las puertas como las ventanas de las casas estaban tapiadas, y una sensación de desasosiego empezó a apoderarse de Domingo, al entrar en un lugar que parecía carente de toda vida. La niebla dificultaba la visión, y un hedor que parecía impregnarla le revolvía el estómago, como si la blasfemia estuviese presente en el propio aire.

La calle por la que avanzaban llevaba hasta una intersección, en la que un carro de heno bloqueaba parcialmente una de las vías, cuando Bren, que encabezaba la marcha, se detuvo.

- Cuidado – advirtió con voz grave.

Todos se detuvieron, y en ese instante, de detrás del carro surgieron dos figuras tambaleantes que, con andares pesados, se dirigieron hacia el grupo. Otra figura entró por una de las calles de la intersección, con el rostro ensangrentado, la ropa rota y las manos como garras. Domingo aprestó sus armas mientras las criaturas giraban sus vacuos ojos hacia ellos, a la vez que un sonido gutural surgía de sus gargantas. No era la primera vez que se enfrentaba a zombis, criaturas más peligrosas por su número que por su habilidad.

- Zombis. Y mirad aquello – Bren señaló a unas pequeñas criaturas cuadrúpedas que se movían cautelosas cerca de los zombis.

- Devoradores de cadáveres. Ratas gordas, fauces grandes, y un desagradable gusto por la sangre que las vuelve locas – el tono de Velkar sonaba mitad académico mitad burlón, mientras se preparaba para el combate.

El paladín agarró con fuerza su arma, y con un grito de furia, arremetió contra el primero de los cadáveres andantes, impactándole con toda la fuerza que Heironeous daba a sus brazos. Julianus se aprestó a seguirle, cuando de un callejón lateral surgió un pequeño haz de luz que le impactó. El monje se detuvo momentáneamente, pero pareció salir ileso del ataque mágico.

Era su momento. Domingo avanzó con paso decidido, entregado a Pelor, hasta la entrada del callejón, donde una cadavérica criatura ataviada con un hábito bastante ajado abría una puerta en un vallado de madera, preparando su retirada. La inteligencia de la criatura así como su capacidad conjuradora la identificaban a los ojos de Domingo como un brujo de la muerte, lanzadores de conjuros arcanos que tras la muerte no habían sido capaces de encontrar paz para sus almas, y volvían a la vida con energías místicas aún recorriendo su cuerpo.

Domingo estaba dispuesto a darle esa paz que no encontraba. Como siempre, abrió su alma a las energías de Pelor, que le recorrieron el cuerpo confortándole con calidez en aquel lugar donde moraba la muerte, las canalizó a través del símbolo sagrado que desde pequeño había lucido con orgullo, y las dejó salir con un grito que era para él un credo:

- ¡Por el poder de Pelor!

Bendecido con la capacidad no sólo de expulsar, sino de destruir a aquellas blasfemas criaturas, las fuerzas sagradas impactaron al brujo, así como a dos de los zombis, que cayeron fulminados.
Domingo empezó a reunir fuerzas mientras sus compañeros actuaban, con Marienne lanzándose junto a Bren y Velkar arrojando un peculiar ataque ácido sobre uno de los devoradores. Bren descargó un nuevo golpe sobre una de las criaturas y se desplazó para lanzar un segundo mandoble a otra de ellas, cuando más zombis irrumpieron desde el cercado y rompiendo las puertas de uno de los edificios cercanos. Julianus le bloqueó el paso a las criaturas que avanzaban por el callejón, frenándolas con un fuerte golpe, lo cual le dio el tiempo necesario a Domingo para concentrarse en Pelor.

De nuevo aquel trance sacro se apoderó de su cuerpo, mientras volvía a canalizar el favor de Pelor para destruir a las criaturas que atacaban por el callejón. Una, dos, tres y hasta cuatro criaturas cayeron ante la nueva muestra de la gracia de su dios, eliminadas para siempre las energías impías que animaban sus cuerpos. Marienne acuchilló una de las criaturas no-muertas, mientras que, con un estallido de fuego, Velkar abrasó a las ratas carroñeras. Bren, con dos demoledores golpes, derribó a la última criatura no muerta que se le enfrentaba, y Julianus, por su parte, eliminó a la última amenaza del callejón de una rápida sucesión de puñetazos.

Bren lucía varios cortes causados por los golpes de las criaturas, que Domingo se apresuró a curar mientras reflexionaba sobre la maldad a la que acababan de hacer frente. Sin duda había mucho trabajo que hacer en el lugar, mucha vileza que erradicar. Centrándose en el callejón, Bren y Domingo se aproximaron al vallado cuando, casi al unísono, Julianus y Marienne exclamaron:

- Oigo algo desde el fondo de la calle. Creo que es el llanto de un niño.

martes, 6 de enero de 2009

From Hell


Mientras observaba a sus compañeros de mesa devorar la comida, Julianus no podía mas que recordar lo ajena que para él le resultaba tal necesidad. Al calor que proporcionaba la chimenea de El Caballo Fatigado, la última posada antes de llegar al condado de Barovia, su mente divagaba con imágenes del momento en que abrazó el voto de pobreza que se había convertido en su credo, y todo lo que había supuesto para él.

No había sido su cuerpo, entrenado para la abstinencia y para hacer frente a las adversidades del húmedo clima de aquellas tierras norteñas, el que le había instado a solicitar cobijo en el lugar, sino el deseo de algo de compañía con quien charlar antes de proseguir su viaje, y ante todo la posibilidad de obtener alguna pista sobre el hombre al que buscaba. El posadero, gentilmente, le había ofrecido cena y cama gratuitas, pero por desgracia nada había podido decirle de su amigo, Jeref Maurgen. Bien pensado, Jeref era un experto cazador, y si su destino era los bosques de Svalich, quizás no había visto la necesidad de detenerse en la posada. Mala suerte, tendría que preguntar en el propio pueblo de Barovia.

- El pueblo de Barovia necesita héroes. Vosotros seréis tan buenos como cualquier otro.

La ronca voz, con un marcado acento, le sacó de su ensoñación a tiempo de ver caer una carta sellada sobre la mesa. La persona que la había arrojado, un hombre embozado de baja estatura, se dirigía hacia la puerta de la posada, listo para marcharse, cuando de la mesa se levantó uno de los viajeros, de físico robusto, abultada musculatura y barba descuidada, que retuvo al extraño poniendo una mano sobre su hombro.

- ¿Barovia? ¿Sois de allí? ¿Qué es esta carta?

- No, no soy de allí, pero mis viajes me llevan por esas tierras. La carta es del burgomaestre, es todo lo que sé. Me pagan para encontrar héroes, y eso he hecho.

Sin mediar palabra, el emisario se soltó lentamente y desapareció por la puerta. Los cinco se miraron mutuamente, esperando alguna aclaración. Julianus aprovechó para observar a sus compañeros de mesa, comprobando que destacaban entre los parroquianos.

El joven que se había levantado lucía en su armadura el puño sujetando un relámpago símbolo de Heironeous, así como el disco con medio sol y media luna que lo identificaba como un Heraldo de la Luz, orden dedicada al exterminio de los muertos vivientes por todo el Imperio. El significado de una tercera insignia, con un yunque, quedaba fuera de sus conocimientos. Su físico, así como su lenguaje corporal, indicaban que era un guerrero experimentado, posiblemente un paladín.

Junto a él, otro joven miraba con cuidado la carta, sin tocarla. El símbolo de Pelor el Radiante, un sol con el rostro de un hombre grabado, colgaba sobre su túnica. La expresión del joven denotaba serenidad, mientras observaba la reacción de los presentes, evaluando lo ocurrido. Su pose y gesto resultaban magnéticos, lo cual asoció a una vida como clérigo errante, difundiendo la palabra de su dios en tierras lejanas.

Del otro extremo de la mesa, un mediano de coloridos ropajes miraba curioso la carta. Con la agilidad propia de su raza, recogió delicadamente la carta, a la vez que murmuraba algo. Sus ojos se fijaron en el papel, intentando discernir el contenido de la misiva, aún sin abrir. La ropa, bajo la luz de las lámparas, dejaba ver varios pliegues que Julianus reconoció como disimulados bolsillos, usados por magos y hechiceros para guardar los componentes de sus conjuros.

La joven sentada a su lado parecía a punto de decir algo, pero permaneció callada. Con ropas de viajero y una capa bastante gastada, se había presentado, al unirse a la mesa, como guía de estas tierras remotas, lo cual confirmaba contando alguna que otra historia de sus viajes, pero parecía haber algo más oculto en ella, en la manera huidiza de mirar a su alrededor, o en la forma de observar al Heraldo de la Luz y al clérigo de Pelor. Siendo ambos representantes de la ley (o lo más parecido), un pasado delictivo parecía ser la explicación obvia a su oculto nerviosismo.

El mediano seguía jugueteando con la carta, que finalmente entregó al clérigo de Pelor. Éste la abrió rompiendo el sello y leyó su contenido.

La carta era un súplica de ayuda por parte del burgomaestre de Barovia, Kolyan Indirovich, donde solicitaba auxilio para encontrar una cura al mal que aquejaba a una mujer, Irina Kolyana, a cambio de riquezas.

- Es algo peculiar – comentó el mediano. – Conozco poco de estas tierras, pero no son especialmente ricas ni prósperas, al contrario de lo que dice la carta. Lo que sí sé es que de ese lugar, Barovia, se oyen leyendas sobre maldiciones y criaturas de la oscuridad que moran en sus entrañas. Es un valle aislado, y no tiene contacto con el exterior. Al menos hasta donde alcanza mi saber.

- Y la expresión “el amor de mi vida” usado para referirse a la joven es cuanto menos peculiar – añadió el clérigo. – Por lo que observo, ella parece ser la hija del autor de la carta, considerando la costumbre de apellidar a los hijos con el nombre del padre... la expresión usada parece algo fuera de lugar...

- Sin embargo, es una petición de auxilio que no se puede rechazar – interrumpió el paladín. - Asuntos de mi orden me llevan a ese lugar, por lo que aprovecharé para hablar con ese hombre.

- El camino a Barovia es poco transitado, y las montañas Balinok son traicioneras para los que no las conocen – apuntó la mujer. - No he viajado hasta allí, pero sé desenvolverme bien a cielo abierto. Por un precio, podría acompañarle y servirle de guía, caballero.

Julianus se detuvo un instante antes de pronunciarse. El rostro del paladín reflejaba decisión, algo propio en los de su condición, pero esta parecía ser algo mecánica, casi forzada... La mujer, para su sorpresa, se había ofrecido a acompañarle, lo cual le hizo replantearse el motivo de sus miradas, pues tanto el clérigo como el paladín tenían rostros que se podían considerar agraciados. Aunque precavido, mostrando una sabiduría y contención que no parecían acordes a sus pocos años, el clérigo parecía albergar el deseo de internarse en aquella región, ¿era quizás el fanatismo lo que iluminaba momentáneamente sus ojos? El mediano observaba al grupo, aparentemente expectante, pero con el deseo de aventuras que en ocasiones anidaba en los suyos patente en su expresión; definitivamente se trataba de un kithkin.

- Yo también tengo mis propios motivos para dirigirme hacia esas tierras, pero gustosamente compartiré el camino con quien desee acompañarme, y, si es conveniente, investigar el origen de tan peculiar misiva. Mi nombre es Julianus Oton, monje del templo de la Llama Firme. Encantado de conocerles.