domingo, 11 de enero de 2009

La plaga (parte 1)


Cuando Pelor, en su infinita sabiduría como dios creador de las cosas, defensor de los necesitados y adversario de todo lo que es maligno, había decidido guiar sus pasos hasta aquella posada para que emprendiese una nueva cruzada, Domingo estaba seguro de que no había tenido en cuenta la obtusa mente del posadero. Informaciones poco concisas sobre dos grupos de aventureros que anteriormente habían pasado por allí; frases inconexas relativas al mal fario de aquellas tierras; rumores sobre los vistanis, un clan de humanos que al parecer eran los únicos que tenían contacto con el exterior; y el abandono de un niño recién nacido en la posada por parte de uno de esos vistani, tiempo atrás; todo esta información sobre el condado de Barovia la habían tenido que extraer paso a paso de la apabullada mente del posadero, al igual que se engarzan las cuentas de un rosario, siguiendo un fino hilo.

El sol empezaba a ocultarse ya, recordándole que habían realizado una vigorosa marcha durante todo el día; pero gracias a las fuerzas de su señor, que corrían por su cuerpo concediéndole aguante ante tales esfuerzos, y a la ayuda de un sencillo objeto mágico, estaban en disposición de llegar a su destino en breve.

La bruma, procedente de las montañas, les había acompañado desde la salida, al alba, y ahora se hacía más espesa. La joven exploradora, llamada Marienne, encabezaba la comitiva con la pequeña mula que le servía de montura, seguida por el paladín Bren Bresal. Tanto Bren como él portaban pesadas armaduras, lo cual ralentizaba el viaje aun al ritmo forzado al que ambos marchaban. El monje, Julianus, caminaba a un ritmo pausado en la retaguardia, cubierto por una simple túnica y sin ningún otro objeto o equipo visible, ni siquiera comida. Domingo se paró a ajustarse las correas de su mochila, la cual estaba bendecida con la capacidad mágica de abrirse a un espacio extradimensional que le permitía almacenar todo su equipo de viaje sin que este le estorbase (y éste no era escaso), y fue sobrepasado por Velkar, el mago mediano, montado sobre un perro conjurado con sus poderes místicos esa misma mañana.

Las últimas caricias de Pelor abandonaban el mundo de los mortales cuando llegaron a las puertas de Barovia. Aunque su utilidad era más decorativa que defensiva, para marcar en el camino la entrada en un nuevo dominio, la imagen le resultó impactante: dos gigantescas estatuas adornaban los laterales de la verja, con sus cabezas cortadas y caídas al suelo, cerca de la base de las columnas en las que reposaban. La inspección del lugar no reveló nada, pero una sensación opresiva inundaba el ambiente mientras se adentraban en la región, algo que Domingo había sentido anteriormente y que hacían aún más fuerte su terrible sospecha de que moraba en aquel lugar un terrible mal que debía ser purgado. Pelor le había dado compañeros para ayudarle en su misión, y no podía defraudar a su dios.

El camino de tierra que seguían recorría la región de este a oeste, ondulando por las estribaciones de las montañas, y el barro formado en él dificultaba el avance, que se hacía aún más penoso a la luz de las linternas que portaban. Al alcanzar una pequeña elevación, la niebla se aclaró, y la luz de la luna les obsequió con una vista general del mismo: desde las montañas, más al noroeste, un río descendía y surcaba el pequeño valle, vertiendo sus aguas en un lago situado en el centro del mismo, para luego continuar hacia el sureste, donde formaba una oscura marisma. El pueblo de Barovia se encontraba antes de llegar al río, rodeado de bosques y a los pies de un elevado pico sobre el que se alzaba, imponente, el castillo Ravenloft. La visión de sus agujas, rompiendo el cielo, hizo que un pequeño escalofrío recorriese la espalda de Domingo, que sintió la presencia de un mal casi palpable en el ambiente.

- ¡Mirad eso! – exclamó Marienne, mientras señalaba fijamente la torre central del castillo.

Una enorme mancha negra parecía derramarse por la zona superior de la misma, remontando el vuelo a la vez que se dispersaba y agrupaba. La gigantesca bandada de murciélagos, compuesta por miles de aquellas criaturas, realizó un par de círculos en torno a la torre, mientras más y más salían, hasta finalmente alejarse volando hacia los bosques cercanos.

- Esto me da mala espina – susurró Velkar.

Domingo desconfiaba de aquellas criaturas que rehuían por naturaleza del contacto de Pelor, pues su experiencia le decía que solían servir a los poderes de la oscuridad, pero no pudo más que encogerse de hombros y reemprender la marcha, al igual que el resto del grupo.

El camino los internó de nuevo en el bosque, lóbrego y denso, donde la niebla parecía emanar de los propios árboles, como vaho exhalado de sus rugosas cortezas. De repente, Marienne detuvo la marcha, y Julianus comenzó a mirar a su alrededor.

- Creo que... – comenzó a murmurar la joven, pero no tuvo tiempo de terminar la frase, pues en aquel instante un griterío agudo, chillidos que penetraban sus tímpanos, llegó de repente a los oídos de toda la comitiva, ahogando sus palabras.

Centenares de murciélagos se abalanzaron sobre el grupo en una cacofonía ensordecedora. La oscuridad se hizo en torno a Domingo, tal era la cantidad de criaturas que revoloteaban a su alrededor. Con esfuerzo, recibiendo mordiscos de los pequeños colmillos voladores que le rodeaban, se acercó hasta Bren, para intentar agruparse, mientras intentaba recordar sus escasos conocimientos sobre dichos seres. Un fogonazo de fuego brilló cerca de él, y varias criaturas cayeron calcinadas al suelo. Bren se abrió camino mientras rebuscaba en su mochila, y Marienne esgrimía inútilmente su estoque, intentando apartar a las criaturas que se cebaban en su mula. La nube le impedía ver a Julianus y a Velkar cuando un segundo fogonazo y un frasco que impactó contra el suelo, liberando una explosión de llamas, sacudieron a la bandada de murciélagos. Muchas de las criaturas se prendieron en llamas, y el resto, aun siendo un número tremendo, se desbandaron, perdiéndose en el bosque.

Domingo se acercó a sus compañeros, y compartió los favores de Pelor con los más heridos. Mientras sus compañeros hablaban preocupados de lo ocurrido, para él la recepción que acababan de tener a su llegada le impulsaba con más ímpetu a seguir adelante, pues le indicaba hasta qué punto la maldad se había apoderado de aquellas tierras.

Recuperados en parte, reanudaron el camino, atentos a cualquier otra amenaza que pudiera sorprenderles. Finalmente, salieron del bosque, y al poco el camino embarrado dio paso a suelo empedrado. Siluetas de edificios se dibujaban en la niebla, mientras pasaban al lado de un letrero de madera donde se podía leer “Bienvenidos a Barovia”. Un silencio sepulcral, tan sólo roto por algunos sonidos apagados, como de gemidos distantes, les recibió al entrar al pueblo. Tanto las puertas como las ventanas de las casas estaban tapiadas, y una sensación de desasosiego empezó a apoderarse de Domingo, al entrar en un lugar que parecía carente de toda vida. La niebla dificultaba la visión, y un hedor que parecía impregnarla le revolvía el estómago, como si la blasfemia estuviese presente en el propio aire.

La calle por la que avanzaban llevaba hasta una intersección, en la que un carro de heno bloqueaba parcialmente una de las vías, cuando Bren, que encabezaba la marcha, se detuvo.

- Cuidado – advirtió con voz grave.

Todos se detuvieron, y en ese instante, de detrás del carro surgieron dos figuras tambaleantes que, con andares pesados, se dirigieron hacia el grupo. Otra figura entró por una de las calles de la intersección, con el rostro ensangrentado, la ropa rota y las manos como garras. Domingo aprestó sus armas mientras las criaturas giraban sus vacuos ojos hacia ellos, a la vez que un sonido gutural surgía de sus gargantas. No era la primera vez que se enfrentaba a zombis, criaturas más peligrosas por su número que por su habilidad.

- Zombis. Y mirad aquello – Bren señaló a unas pequeñas criaturas cuadrúpedas que se movían cautelosas cerca de los zombis.

- Devoradores de cadáveres. Ratas gordas, fauces grandes, y un desagradable gusto por la sangre que las vuelve locas – el tono de Velkar sonaba mitad académico mitad burlón, mientras se preparaba para el combate.

El paladín agarró con fuerza su arma, y con un grito de furia, arremetió contra el primero de los cadáveres andantes, impactándole con toda la fuerza que Heironeous daba a sus brazos. Julianus se aprestó a seguirle, cuando de un callejón lateral surgió un pequeño haz de luz que le impactó. El monje se detuvo momentáneamente, pero pareció salir ileso del ataque mágico.

Era su momento. Domingo avanzó con paso decidido, entregado a Pelor, hasta la entrada del callejón, donde una cadavérica criatura ataviada con un hábito bastante ajado abría una puerta en un vallado de madera, preparando su retirada. La inteligencia de la criatura así como su capacidad conjuradora la identificaban a los ojos de Domingo como un brujo de la muerte, lanzadores de conjuros arcanos que tras la muerte no habían sido capaces de encontrar paz para sus almas, y volvían a la vida con energías místicas aún recorriendo su cuerpo.

Domingo estaba dispuesto a darle esa paz que no encontraba. Como siempre, abrió su alma a las energías de Pelor, que le recorrieron el cuerpo confortándole con calidez en aquel lugar donde moraba la muerte, las canalizó a través del símbolo sagrado que desde pequeño había lucido con orgullo, y las dejó salir con un grito que era para él un credo:

- ¡Por el poder de Pelor!

Bendecido con la capacidad no sólo de expulsar, sino de destruir a aquellas blasfemas criaturas, las fuerzas sagradas impactaron al brujo, así como a dos de los zombis, que cayeron fulminados.
Domingo empezó a reunir fuerzas mientras sus compañeros actuaban, con Marienne lanzándose junto a Bren y Velkar arrojando un peculiar ataque ácido sobre uno de los devoradores. Bren descargó un nuevo golpe sobre una de las criaturas y se desplazó para lanzar un segundo mandoble a otra de ellas, cuando más zombis irrumpieron desde el cercado y rompiendo las puertas de uno de los edificios cercanos. Julianus le bloqueó el paso a las criaturas que avanzaban por el callejón, frenándolas con un fuerte golpe, lo cual le dio el tiempo necesario a Domingo para concentrarse en Pelor.

De nuevo aquel trance sacro se apoderó de su cuerpo, mientras volvía a canalizar el favor de Pelor para destruir a las criaturas que atacaban por el callejón. Una, dos, tres y hasta cuatro criaturas cayeron ante la nueva muestra de la gracia de su dios, eliminadas para siempre las energías impías que animaban sus cuerpos. Marienne acuchilló una de las criaturas no-muertas, mientras que, con un estallido de fuego, Velkar abrasó a las ratas carroñeras. Bren, con dos demoledores golpes, derribó a la última criatura no muerta que se le enfrentaba, y Julianus, por su parte, eliminó a la última amenaza del callejón de una rápida sucesión de puñetazos.

Bren lucía varios cortes causados por los golpes de las criaturas, que Domingo se apresuró a curar mientras reflexionaba sobre la maldad a la que acababan de hacer frente. Sin duda había mucho trabajo que hacer en el lugar, mucha vileza que erradicar. Centrándose en el callejón, Bren y Domingo se aproximaron al vallado cuando, casi al unísono, Julianus y Marienne exclamaron:

- Oigo algo desde el fondo de la calle. Creo que es el llanto de un niño.

1 comentario:

Sha'quessir dijo...

Pelor es una deidad buena, rara vez se la va a defraudar luchando contra el mal xD Ni que fuera, diferencias aparte, Lolth con sus "pruebas".
En todo caso, se defraudaría a sí mismo si fallara.